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Kepa Torrealdea Koskorrotza
El derecho a tener responsabilidades

Fecha: 13/12/2018

Autor: Kepa Torrealdea Koskorrotza

Cargo: Psicólogo clínico y Coordinador de Zeuk Esan

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Artículo publicado originalmente en la versión impresa del periódico DEIA el 10 de diciembre de 2018.
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Al hablar de derechos infantiles es frecuente que nos asalten a la memoria imágenes de penurias desgarradoras como la hambruna endémica en muchos países, las avalanchas migratorias con niñas y niños protagonistas, acompañados o solos, los negocios de prostitución con niñas compradas o secuestradas y prisioneras de un destino muy difícil de esquivar, así como un largo etcétera de situaciones y vidas dañadas. Todo ello da una muestra clara de las desigualdades geopolíticas y, sobre todo, de las pocas ganas de los países poderosos de arrimar el hombro y ayudar. Por el contrario, se acrecienta la avaricia, el matonismo y la desafección empaquetada en perversas y solemnes palabras fraternales, solidarias, salvíficas, que dan cuenta de lo peor de la especie humana.
 
Luego están, menos mal, las personas que toman partido solidario y humanista. Son los menos, pero dignifican el género humano. Son aquellas que no miran para otro lado y se ponen manos a la obra a ayudar. Estoy hablando de quienes a través de ONG, fundaciones, organizaciones del tercer sector, de terminadas propuestas políticas o de modo particular mitigan la miseria en todos sus órdenes.
 
La nuestra es una sociedad avanzada en la que, a pesar de no haber horrores como los mencionados, existen submundos con penurias reales, como lo son las familias que piden limosna o niñas y niños que viven situaciones de desprotección en diferente grado, al no tener cubiertas sus necesidades vitales. A pesar de que en nuestro entorno dispongamos de una avanzada red de servicios sociales, sanitarios y comunitarios, así como una cultura de solidaridad real que se nutre de un pasado migratorio que ha hecho de la hospitalidad un valor sumamente necesario y reconfortante, no debiera de haber pretextos para seguir apostando por fórmulas de mejora en la atención de situaciones de vulnerabilidad infanto-juvenil y, fundamentalmente, reflexionar sobre el tipo de sociedad que queremos crear y dejarles en herencia.
 
La literatura común sobre los derechos de la infancia está íntimamente ligada a situaciones en las cuales la conculcación de los mismos ha sido flagrante. Es decir, casos en los que la ausencia de derechos ha sido la pauta y ante ello la idea de progreso o avance consistiría en el hecho de enunciar, consensuar, proveer u otorgar derechos.
Así, en las sociedades occidentales vinculamos la modernidad con el progreso y el progreso con los logros. En este sentido, cabe señalar que hablamos del logro de derechos en términos de valor e, implícitamente, de plusvalía. Frases tales como “la vida de un niño africano no tiene valor”, no son casuales ni tampoco metafóricas, pues la hambruna y la muerte acaban dando razón a la literalidad del enunciado.
 
Orientemos por un momento la mirada hacia nuestra sociedad y enfoquemos el análisis de los infantes y adolescentes “hiperconectados, hiperestimulados, hipersexualizados” (J.R. Ubieto). ¿Cuáles serían los derechos que les son conculcados a estos niños/as de la era digital, del tecno-ocio, de la tecno-pornografía, que viven enchufados sin apenas pausa a un otro que promete colmarles de cosas, con la salvedad de que no dejen de consumir? Un otro que, cual mago, saca de la chistera productos de mayor atractivo -plusvalía- que al poco de salir al mercado se presentan con la marca de lo obsoleto, de lo prescindible. Un otro que manipula las necesidades de los menores de edad, así como las nuestras, exponenciándolas hacia el infinito y más allá.
 
Quizás debamos de mirar el logro de derechos no solo como un plus que debiera de ser conquistado o como una ausencia que hubiera de colmarse, en términos cuantitativos. Quizás, en la relativo a la infancia y adolescencia, tengamos que dialectizar y comprender que “más” no es necesariamente mejor ya que el más del mercado de consumo siempre es un menos.
 
Vivimos en un mercado de consumo feroz, basado en la oferta y la demanda, con una tecno-semántica en donde significantes como valor, logro, conquista acaban perdiendo la polisemia y subvierten su sentido en una única dirección: la ganancia de capital.
 
Una sociedad que entroniza el consumo como principal modo de adquisición y logro de felicidad puede llegar a convertir el logro de derechos en objeto de consumo. En este sentido, cabe observar cierta prudencia ante proclamas que alientan al derecho a acceder a derechos, ya que si bien el acceso a los mismos es lícito y hay que hacerlos valer, no resulta fácil un buen uso de los mismos, pues eso supondría hacer un buen uso de las responsabilidades emparejadas.
 
Cabe pensar que la bíblica cita “Pedid, y se os dará”, supone una invitación a “crear siervos o personas” que liguen su condición de sujeto a la providencia, al maná o, como el psicoanálisis nos ha enseñado, a la no castración. Por el contrario, hay que proveer a los infantes y jóvenes de la experiencia de la renuncia al todo del consumismo, para poder acompañarlos en la vía del deseo y del gusto por la vida.
 
Dicho de otro modo, entendamos los derechos como un patrimonio -una serie de valores- que hayamos de cuidar con esmero, de forma apreciativa y no malgastarlos o usarlos como piedra arrojadiza: “… tú no tienes derecho a nada…”, “…yo tengo derecho a… y si no te denuncio…”.
 
Ese patrimonio de valores tiene como fin último lo que la legislación actual establece como bien superior de la persona menor. Cuando surja la pregunta de cuáles son los derechos que se conculcan a los menores de edad, cabe pensar en el derecho a tener responsabilidades.
 
 

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